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Críticas
Lucía
Masci (Caras y Caretas, Uruguay)
La Ingratitud (1998) de Ying Chen (Shangai, 1961)
es la tercera novela de esta excepcional autora china que escribe en
francés y que actualmente reside en Canadá.
Yan Zi, una joven china de familia pobre, se ha suicidado y se encuentra
aún en un limbo entre los vivos y los muertos. Desde allí
recapitula y analiza los últimos momentos de su vida, momentos
subjetivos que se vuelven condición y causa para la autocondena
que cumple. Su testimonio sobre la rigidez de las relaciones familiares
y sociales, una mirada inteligente, irónica y desgarrada de su
entorno y de cómo éste y sus normas operan en cada gesto
íntimo, constituye la trama de una novela de fuertes rasgos existencialistas.
En ella, su autora logra trazar, mediante una brillante mezcla de lenguaje
directo y belleza de imágenes, la entrelínea de una vida
cotidiana de apariencia inocua y trasfondo abominable. La constante
regente es una gran violencia, siempre contenida y siempre a punto de
estallar. Dentro de las relaciones intangibles a las que accedemos de
la mano de Yan Zi se encuentra su madre, centro del relato. Habiéndola
poseído como a un objeto, esta madre ha conducido a su hija por
un camino corto y sin salida: el de la ciega obediencia a los deseos
ajenos, y el de la culpa como mecanismo de posesión y manipulación.
La "ingratitud" a la que refiere el título es hacia
esta madre que le dio la vida al tiempo que la condenó a vivirla
bajo su yugo. Siendo el matrimonio también dominado -como todo
en la órbita de los vivos- por su progenitora, el único
escape para Yan Zi, la única forma de ser, finalmente, ella misma,
pero también la única forma de venganza, es la propia
muerte. Chen logra unificar dos culturas (oriente y occidente) a partir
de la lucidez con que interpela esa máscara de las "buenas
costumbres" y la "férrea moral" tras la que se
oculta la hipocresía de toda sociedad. Pero Yan Zi refiere a
su muerte como a un "exilio", y esta sugerencia que aparece
durante toda la obra, invita a una interpretación menos literal
de la obra de esta china-canadiense. La voz de la protagonista vomita
su resentimiento para concluir, finalmente, que todos pertenecemos a
algo, y que sin eso no somos nada.
La prosa de Ying Chen abunda en elementos dramáticos, y la idea
de llevarla a la escena puede resultar tentadora. El reto, sin embargo,
no es menor. El valor del texto reside en la potencia de las imágenes
que sugiere y sobre todo en las connotaciones de una entrelínea
que la autora maneja con sutileza y virtuosismo. ¿Cómo
plasmar entonces, mediante el dispositivo teatral, una prosa tan rica
como difícil de asir? A este desafío se enfrenta Sandra
Massera con El castigo, las muertes de Yan Zi, y lo resuelve mediante
la transcripción literal de ciertos fragmentos según una
lectura propia que intenta, más que una interpretación,
un seguimiento fiel de la línea del relato original. La opción
es la de un teatro "épico" (según su acepción
brechtiana) y no dramático. El camino resulta el más sencillo,
pues es el que sugiere la propia estructura del texto, que aquí
no varía. Sin embargo, este camino no se destaca de forma evidente
como un acierto para una escenificación que merece, a nuestro
entender, otro tipo de trabajo dramatúrgico. Si la novela se
desarrolla a partir de una narradora omnisciente, el aporte desde lo
teatral pudo haber estado en una apelación al desarrollo de acciones
dramáticas, más que a la exposición de situaciones.
De todos modos, es opinable. Lo cierto es que en este pasaje del hecho
literario al hecho teatral, los personajes se mantienen en la distancia
que marca la voz narradora, y son -más que representados- "mostrados"
mediante una acentuación lúdica de la teatralidad de la
representación.
El espacio escénico recrea, mediante cuatro paredes de tela,
esa "sala blanca y sin ventanas" en la que el cuerpo de Yan
Zi espera ser cremado. Ese estado imposible entre la vida y la muerte
en que se encuentra la protagonista es resuelto mediante una suerte
de "juego de dobles" entre la actriz (Lila García)
y un "cuerpo-réplica" que yace durante todo el espectáculo
sobre su camilla. El resultado es una atmósfera enrarecida, casi
onírica, que sirve al efecto deseado.
En el ámbito casi vacío, los actores marcan los límites
de su territorio funcionando, cada uno, como pivote en torno al cual
se organizan los demás. La iluminación focaliza, con una
alternancia pausada, las "zonas" de cada uno de los personajes,
que permanecen siempre en escena a excepción de la protagonista.
La mayor dificultad aparece a la hora de darle carnadura a ese personaje
fascinante y complejo que es Yan Zi, y a partir del cual Chen construye
a los otros. Éste resulta bastante más ingenuo y "plano"
en el recorte de Massera, y pierde contundencia respecto al original.
Un intento de "rescate" de parte de la información
que no aparece en la voz de los personajes sino de la narradora, así
como reiteraciones que pretenden acentuar ciertos pasajes del texto,
recaen en un coro que la directora introduce y que ella misma encarna.
No vital para la comprensión del relato, ni para la estructura
que la puesta asume (la narración continúa en boca de
la protagonista) su inclusión resulta algo caprichosa y por momentos
estorba.
En este universo de Chen las mujeres son fuertes y los hombres, débiles,
funcionan por identificación con alguna de ellas. En este sentido
la puesta aporta un elemento interesante, que resulta su punto fuerte:
los personajes masculinos (el novio, el padre) aparecen "citados"
por los personajes femeninos que los dominan (la madre y la abuela,
respectivamente) y estas mujeres son, a su vez, encarnadas por actores
(Nelson González y Marcel García). Un tercer personaje
masculino (Bi, el joven a quien Yan Zi entrega su cuerpo para asegurar
su muerte) es acertadamente representado, en su condición de
"objeto", por un cuchillo.
Mención aparte merecen los trabajos de Lila García y Marcel
García, que denotan profesionalismo y sensibilidad, y que casi
logran abatir las carencias que presenta la concepción general
de un espectáculo que se queda en una superficie a medio camino
entre la poesía del texto y su estetización exagerada.
Creemos, finalmente, que el centro de un análisis de esta puesta
debería gravitar sobre la compleja relación que surge
entre el objeto de arte (La ingratitud) y su recodificación (El
castigo, las muertes de Yan Zi). En ese diálogo, la puesta despierta
interés por el material en que se basa; un interés que
no logra captar, en tanto objeto independiente, hacia sí misma.
Da la sensación, en este sentido, de que esta jugosa novela pudo
prestarse a una propuesta de mayor riesgo y más largo aliento.
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