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Escrita y dirigida por Sandra Massera

QUE ES UN FANTASMA

¿Qué es un fantasma? ¿Realmente se puede hallar una respuesta simple? Al acercarse al fantasma, el discurso mismo empieza a desdibujarse y perder solidez, contorno, forma, en suma, cae bajo las leyes del fantasma y se vuelve, él también, un espectro.


Entonces, ¿cómo hablar del fantasma, cómo transmitir en un lenguaje inteligible las vagas ideas que se desprenden de un asunto tan poco inteligible?
La lista de asuntos divinos y humanos, científicos, políticos o estéticos a los que se aplica metonímica o metafóricamente la palabra fantasma es casi interminable.
“Signos exteriores y visibles de un miedo interno”, define Ambrose Bierce al fantasma en su Diccionario del diablo.
Entre algo y nada, en esa zona limítrofe entre una cosa y su ausencia, ahí se encuentra una de las características fundamentales de la aparición. ¿Existe la materia del fantasma? Volviendo a Bierce: “el fantasma nunca se presenta desnudo: siempre aparece bien bajo una sábana o bien con las mismas ropas que usaba en vida”, es decir, con un improbable soporte material sin el cual resultaría imperceptible a nuestros ojos, como si el fantasma, dado su carácter de indeterminación radical, solo pudiera manifestarse reflejado en una superficie o atado a algo más por un extraño vínculo de identidad fracturada. El fantasma es siempre el fantasma de algo o de alguien. De ahí su impresionante capacidad de transformación y de contagio, su versatilidad.


Desde la melancólica aparición de los Yurei, esos fantasmas japoneses que surgen en los relados de Lafcadio Hearn y Akinari, hasta la construcción paulatina del fantasma a partir de la disolución de la presencia en los relatos de Villiers de l’Isle Adam, Jaime Sáenz y Joao Guimaraes Rosa, podemos señalar una serie de aporías comunes a todos los textos.
Las aporías, o razonamientos en los cuales surgen contradicciones o paradojas irresolubles, son interesantes para intentar acercarnos a la naturaleza del fantasma.

En primer lugar estaría la aporía de su estado material: el fantasma parece estar hecho de algo indeterminable que se puede percibir pero no medir ni pesar. No se deja someter a los sistemas científicos de dominación de la materia.

En segundo lugar está la aporía de su estado temporal: el fantasma es lo que ha desaparecido para siempre y no obstante regresa obsesivamente. Está ahí pero ya se ha marchado. No se acaba de ir ni de llegar, pero asedia, se acerca, rodea. La flecha del tiempo salta en pedazos, se vuelve sobre sí misma y señala en todas las direcciones posibles a la vez: la aparición del fantasma establece un rizoma en el que pasado, presente y futuro se niegan y confunden entre sí. Tenemos un tiempo fuera de sus goznes que va de lo inexorable o la vigencia de la culpa y el destino.

Esto lleva a la tercera aporía, la del fantasma como signo de un miedo interno. Una proyección de los temores y a su vez una materialización melancólica de los mismos donde lo real se vuelve fantasmal y lo fantasmal real.
En un ensayo sobre la historia del fantasma moderno en la cultura occidental, Giorgio Agamben, siguiendo a Freud y a Marx, nos recuerda la relación estrecha entre la melancolía y el surgimiento del fantasma por efecto de ese movimiento paradójico del deseo: se desea algo que no se puede obtener nunca, el deseo crea una fantasía y la hace real, mientras sumerge la realidad en un terreno fantástico.

El fantasma trae un mensaje que suele estar asociado a la necesidad de justicia o venganza, bien como elemento liberador o como elemento coercitivo. Nos encontramos ya en una nueva aporía: el estado de ambigüedad política. ¿Por qué aparece el fantasma del rey en Hamlet? Para exigirle al príncipe un compromiso con la verdad y la reparación del mal en el reino. El espectro nos recuerda que hay una demanda política aún por resolver. Otros fantasmas persiguen unos fines menos loables y trabajan para que el orden jerárquico sufra algunas reformas que le permitan mantenerse en pie. Tal el caso de los fantasmas que visitan al señor Scrooge en Cuento de Navidad, de Dickens. Unas veces el fantasma actúa como una fuerza emancipatoria y otras como agente de las fuerzas más reaccionarias de dominación y control del deseo. Con todo, hasta los fantasmas más domesticados tienen algo de contestatario, de irreductible, algo burlón e iconoclasta, algo de punks.

Fragmentos de Escritura y Fantasmas de Juan Sebastián Cárdenas, introducción al  conjunto de relatos Libro de Fantasmas, compilados por el autor.
451 Editores, 2008.

 

LA REDENCIÓN ROMANTICA DE LO FEO

Tomado de Umberto Eco en  “HISTORIA DE LA FEALDAD”
Ed. Lumen

Con los teóricos del arte y la filosofía del siglo XVIII en Occidente surgen las reflexiones sobre lo sublime, que imponen un giro radical a la forma de considerar lo feo, lo desagradable e incluso lo horrendo.
El tema de lo sublime se venía discutiendo desde la época helenística y replanteado por Boileau en Traité du sublime ou du merveilleux Dans le discours, 1674 como reflexión retórica sobre la forma de expresar poéticamente grandes y arrebatadoras pasiones. Pero es a partir del siglo XVIII que la discusión sobre lo bello se aparta de la búsqueda de las reglas que lo definen para considerar los efectos que produce y lo sublime no se referirá tanto a los efectos artísticos como a nuestra reacción frente a los fenómenos naturales en los que predomina lo informe, lo doloroso y lo tremendo. La estética de lo sublime precede al nacimiento de la llamada novela gótica.


Schiller  (Lo sublime, 1800) hablará de lo sublime como de algo frente a lo que percibimos nuestros límites pero a la vez advertimos nuestra independencia de cualquier límite. Ahora ya la belleza deja de ser la idea dominante de una estética, hablando incluso de aquello que nos provoca rechazo. Como dirá más tarde Nietzsche (Origen de la tragedia,7, 1872) en lo sublime el arte doma y sojuzga a lo horrible.
Friedrich Schlegel (Sobre el estudio de la poesía griega, 1795-1796) cree que existe un predominio de lo interesante sobre lo bello y de lo característico y de lo individual sobre aquella especie de tipos ideales que se celebraba en el arte antiguo y traza la poética del personaje romántico. Un siglo marcado por la Revolución francesa y una atracción por la idea de un “caos regenerador” de nuevos órdenes posibles, nos recuerda que lo interesante y lo característico exigen lo irregular y lo deforme. Shakespeare, que supo fundir lo bello y lo feo se celebra como ejemplo de la poesía moderna.
Después de Hegel, se ocuparán de lo feo Fischer y Rosenkranz, elaborando una fenomenología que va de la descripción de lo incorrecto a la de lo repugnante, pasando por lo nauseabundo, lo espectral, lo criminal, lo demoníaco, lo hechicero y hasta lo ridículo.


La exaltación romántica más apasionada de lo feo la encontramos en Víctor Hugo, que considera lo grotesco como típico de la nueva estética. A partir de él aparece en la literatura, el cine y el teatro toda una galería de personajes que entre finales del siglo XVIII hasta nuestros días están marcados por una satánica o patética ausencia de belleza.

FEOS Y CONDENADOS; FEOS E INFELICES; INFELICES Y ENFERMOS

Observaba Schiller (Del arte trágico, 1792) que “es un fenómeno común en nuestra naturaleza que lo que es triste, terrible, incluso horrendo nos atrae con una fascinación irresistible”.


Es posible mantenerse bellos y disolutos sin envejecer jamás, pero a la vez ser infelices porque nuestra decadencia real y nuestra fealdad interior son denunciadas despiadadamente por un retrato que se corrompe en nuestro lugar, como le ocurre al Dorian Gray de Wilde. La búsqueda de lo interesante y de lo individual conduce también a imaginar la deformidad que arrastra a un destino trágico a quien, aun teniendo un alma bondadosa, es condenado por su propio cuerpo, como el monstruo del Frankenstein de Mary Shelley (1818) tal vez el primer “feo infeliz” del romanticismo.
La fascinación por la enfermedad también se afirma desde el siglo XIX  en la literatura y las artes figurativas. La enfermedad, belleza mortuoria y espiritual que se afirma con la decadencia de la belleza física, produce imágenes evanescentes de muchachas condenadas a morir. En el siglo XX encontramos a Kafka, y esa epopeya de la tisis que es La montaña mágica de Thomas Mann.

 

LO SINIESTRO
En una historia de la fealdad hay que incluir también lo que podríamos considerar feo de situación. Imaginemos que nos encontramos en una habitación familiar, con una hermosa lámpara sobre la mesa: de repente, la lámpara se eleva en el aire. La lámpara, la mesa y la habitación siguen siendo las mismas, pero la situación se ha vuelto inquietante y, como no podemos explicarla, resulta angustiosa y terrorífica. Es el principio por el que se rigen los episodios de fantasmas y otros acontecimientos sobre naturales, en los que espanta o causa horror algo que no es como debiera ser. En 1919, Freud escribe una obra sobre lo siniestro (Unheimliche). Es un concepto que existía hacía tiempo en la cultura alemana y Freud había hallado en un diccionario una definición de Schelling según la cual es siniestro aquello que debería haber permanecido oculto y que ha salido a la luz.

EL TIEMPO CONCEBIDO A PARTIR DE LA MUERTE

La muerte es el derrumbamiento de la apariencia. Es, al contrario que la apariencia, como una vuelta del ser en sí mismo de manera que lo que se comunicaba se encierra en sí, no puede ya responder. Pero ¿hay que concebir la muerte como final, final del ser en el sentido absoluto de su anonadamiento? La muerte es el fenómeno del fin al mismo tiempo que es el final del fenómeno. Golpea nuestra mente y la vuelve inquisitiva, ya sea en su futuro (si se da prioridad a la propia muerte, como hace Heidegger) o en su presente. Afecta, como fenómeno del final, a nuestro pensamiento y a nuestra vida, que es algo pensado, es decir, una manifestación que se manifiesta ante sí misma, una manifestación temporal o diacrónica.
La muerte señala la terminación del “estar allí” pero gracias a ella, el hombre es la totalidad de lo que es. Heidegger demuestra que el hecho de morir no es algo que señala un último instante sino lo que caracteriza la manera en que el hombre es su ser. La relación existencial con la posibilidad de morir es intransferible, aisladora y extrema. Sobrepasa a todas las demás posibilidades y frente a ella todas las demás posibilidades palidecen y se vuelven insignificantes.
El “estar por delante de sí” es precisamente el “estar proyectado hacia esta posibilidad de dejar de estar en el mundo”. Pero, por otro lado, la preocupación es la factilidad, el hecho de “estar ya en el mundo” sin haberlo escogido.
Este “ser hasta la muerte” es ya la caducidad, es ya “estar al lado de las cosas” en lo cotidiano, donde existe consuelo y distracción para la muerte, donde ésta se ve como un acontecimiento que se produce en el interior del mundo (muerte del otro).
Afirmar que la muerte es cierta es decir que es siempre posible, en cada instante, pero que, por ello, su “cuándo” es indeterminado. El poder de la posibilidad de la muerte no es un poder común, en la medida en que no lleva nada a cabo. La relación con cualquier otra posibilidad se caracteriza por la materialización de esa posibilidad. ¿Qué significa la relación con la muerte, con una posibilidad semejante? Se trata de mantener esa posibilidad como posibilidad, conservarla sin transformarla en realidad. Es la anticipación de una inminencia, ya que la posibilidad de morir en sí y para sí no materializa nada. La muerte no es el instante de la muerte, sino el hecho de remitir a lo posible.
Si la existencia es un comportamiento en relación con la posibilidad de la existencia, “ser” es “existir para la muerte”. “Estar por delante de sí” es precisamente eso, “existir para la muerte”. El existir en su completitud es algo que se concibe en su relación con la muerte. Esto afecta a la relación con la idea del tiempo. El tiempo mensurable y medido no es el tiempo original. Hay una prioridad de la relación con el futuro como relación con una posibilidad. Gracias a la muerte existe el tiempo.
Para Bergson, la muerte incluiría como referente un tiempo semejante a una extensión que se prolonga indefinidamente antes del nacimiento y después de la muerte. Este tiempo cuenta y se cuenta en la vida cotidiana: es la propia cotidianidad. Es la dimensión en la que se desarrolla el ser. La humanidad entera, en el espacio y en el tiempo, es un inmenso ejército que galopa junto a cada uno de nosotros, delante y detrás de nosotros, en una carga irresistible y capaz de vencer todas las resistencias, quizá incluso la muerte. La nada es una idea falsa, y la muerte no es idéntica a la nada.

 

Fragmentos de Dios, la muerte y el tiempo por el filósofo lituano Emmanuel Lévinas  (1906-1995) a partir de sus cursos en 1975-76, su ultimo año de docencia en la Sorbona.

 

Tímpano y fantasma

Por Amir Hamed (originalmente publicado en la revista Posdata)

“…Según mostraría el reticente Prufrock en la balada de Eliot, el tímpano hace al héroe, ya que notifica no ser el príncipe Hamlet, es decir, no ser interpelable por un fantasma a su turno envenenado por el oído, y que además las sirenas no cantan para él. (…) En Shakespeare los personajes viven en acertijo, sea el de los cofres que dispone el padre de Porcia en El mercader de Venecia para los pretendientes de su hija, sea el que se ve obligado a silenciar Pericles, príncipe de Tiro, porque esconde incesto, sea el del mismo Hamlet, quien dilata el tímpano para escuchar los susurros de un fantasma y se pasará preguntando si vivir, soñar o mejor morir, sea el de Macbeth, listo a abandonarse al chamuyo con los espectros de aquellos que asesina incansable porque ha sido sometido a la interrogante, no de la vida, sino del canto.
En su avatar de brujas escocesas, las sirenas le acaban de anunciar a Macbeth que, además de barón, será rey, si bien la descendencia de quien lo acompaña, Banquo, habrá de reinar. ¿Es Macbeth apenas nota dominante o es comparsa, barrunto de la tónica de Banquo y su descendencia? De ahí en más, sólo podrá oscilar en ese re que aún no entró a escena y le emponzoña el oído, como la voz de su esposa alentándolo al regicidio, intoxicación que en los preliminares de su primer crimen ya ha contagiado la vista, ahora insegura de si el arma que está desenfundando no es nada más que un recalentamiento o “daga de la mente”. Debe persuadirse de que la vida, sombra semoviente como habremos de celebrarle desde entonces, no es más que el cuento de un idiota, que se disipa en escena farfullando palabras llenas “de furia y de sonido que nada significan”. Pero esto es apenas convicción transitoria, porque para ser deberá despilfarrarse en el susurro sirenaico, esa agonía de oír que le ha cobrado a la esposa, atormentada por los silbos de la noche y la sangre que nada fregaba de sus manos, ya suicida.
Lo justo es trampa, la trampa justicia, los muertos comparecen a la mesa del viudo, a quien las brujas ahora le dirán que sólo puede ser vencido por alguien no nato de vientre de mujer y que se mantendrá invicto mientras el bosque de Birman, allí debajo de su castillo, en Dunsinane, no se mueva. El fantasma del sentido (su sinsentido, su no-sentido) infecta al Reino de Escocia, donde cada súbdito es desertor o cadáver inminente, no importa su edad, como el pequeño hijo de Macduff, a cuyo padre la esposa da por muerto, marchado a Inglaterra para promover la revuelta, acusado de traición. ¿Qué es un traidor?, inquiere el niño, y aprende que los traidores juran, mienten y cuelgan (suspendidos entre el mundo de los vivos y aquel otro sibilante que ya le ha despachado asesinos que aguardan, nada más, el fin del parlamento). Discierne entonces que su padre no traiciona y que la única traición es la de aquello que se miente vivo, cuando no lo es.

“Me ha matado, huye madre te lo ruego”, será lo último que se le oiga al niño, si bien ya no hay fuga posible: la melodía acaba de abandonar la conjetura y prorrumpe en el avieso dominante de Macduff, regresado a Escocia para avisarse nacido de cesárea, en tanto cada árbol del bosque de Birman, debido a que cada uno de sus soldados ha cortado una rama que lo acortina, deviene trinchera móvil. La algarabía de los enemigos, agigantados por la deserción unánime de la soldadesca del aborrecido Macbeth, no se compara, sea como sea, a la de este último, espada sangrante que arremete contra la muchedumbre. Aunque tardo, acaba de ser anunciado en esa dominante ansiosa de su cabeza y su corona, ese pie o nota de pasaje que, desde tanto atrás, le venía prometiendo la canción: se lo dijera entrando a escena recién ahora que, entre bastidores, lo acaban de matar.

 

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